Readaptación monetaria | Economía nacional e internacional

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Milton Friedman dijo en su día que la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario, generado por un exceso de oferta de dinero. Pero las últimas décadas han enterrado esta afirmación. En los años posteriores a la Gran Recesión, entre 2008 y 2016, el balance del BCE aumentó un 100%, y a pesar de ello no vimos crecimientos significativos de la inflación. Más bien al contrario, durante este periodo asistimos a una preocupante deflación que aquella política monetaria —fuertemente expansiva— no consiguió evitar, porque puedes llevar el caballo al río, pero no puedes obligarlo a beber. De hecho, no dejamos atrás el problema de deflación hasta que no pusimos punto y final a la austeridad fiscal.

En 2021–2023 hemos vivido un intenso proceso inflacionista, con origen en los estrangulamientos de oferta del periodo de pandemia y en el shock internacional de los precios energéticos. Y tal y como han reconocido diversos organismos internacionales, la desinflación no se ha producido tanto por la política monetaria, cuanto por la política fiscal y de regulación de precios.

Por ejemplo, en España, el control de la inflación –del 10,8% en julio de 2022 al 2,3% sólo un año después– se ha logrado gracias a tres factores: en primer lugar, las medidas de política fiscal (bajadas de impuestos indirectos y a la producción, subvenciones al transporte y a los carburantes para reducir los precios); en segundo lugar, han actuado los mecanismos de regulación de precios (la ‘excepción ibérica’ y la limitación de la tarifa del gas de último recurso); y, en tercer lugar, gracias a la propia evolución de los precios energéticos internacionales.

Así, las medidas no monetarias han contribuido más a la reducción de la inflación que la fuerte subida de tipos del BCE; y lo han hecho a la vez que estimulaban el crecimiento y redistribuían ingresos hacia los hogares con menor nivel de renta. En lugar de esperar a que la economía se deprimiese por la subida de tipos, diversos gobiernos europeos se adelantaron para reducir la inflación por vías menos dolorosas.

El Banco de España estimaba en su último Informe Anual que la contribución de las medidas fiscales del Gobierno de Coalición a la reducción de la inflación en España había sido de 2,3 puntos porcentuales en 2022, diez veces mayor que la contribución correspondiente a la política monetaria (de apenas 0,2 p.p.). Además, las medidas fiscales del gobierno contribuyeron a un crecimiento del PIB de 1,1 p.p., mientras que la política monetaria redujo el PIB en 0,6 puntos. Eficacia frente a dolor innecesario.

Llegados a este punto, es lógico que se nos plantee una duda: si la política monetaria expansiva nos sirvió de poco para dejar atrás la deflación tras la Gran Recesión, y la contractiva tampoco ha resultado clave para reducir la reciente inflación, ¿qué papel debe jugar en los próximos años la autoridad monetaria?

En primer lugar, es clave evitar males mayores. Desde hace meses el BCE viene insistiendo en mantener elevados tipos de interés con el objetivo de anclar las expectativas de precios. Pero persistir en esta idea –una vez que los precios energéticos ya se han reducido– puede terminar anclando en la Eurozona es una nueva recesión. Recordemos que Alemania terminó el 2023 con crecimiento negativo y Francia e Italia bordean esa situación.

Europa además se enfrenta a retos mayúsculos en los próximos años –el cambio climático, la transición digital o una nueva política industrial que le permita competir con EE.UU. y China–. Sin una rápida reducción de tipos no será posible impulsar las enormes inversiones necesarias para lograr estas transformaciones. Tal y como plantea Blanchard, un contexto en el que el tipo de interés real es menor que el crecimiento económico (r<g) determina unas posibilidades de financiación que –utilizadas correctamente– permitirán acometer los retos que tenemos. Bien haría la política monetaria en facilitar ese contexto, asegurando al mismo tiempo la estabilidad financiera y de los balances bancarios.

Pero hay una segunda cuestión que resulta crucial. El BCE debe abandonar la idea de que es necesario mantener elevados tipos de interés durante algún tiempo para evitar el riesgo de que el crecimiento de los salarios retroalimente la inflación. El riesgo que hoy existe no es ese; el riesgo actual es que se consolide el cambio distributivo regresivo que el reciente proceso inflacionario ha producido.

El reciente shock internacional de precios energéticos ha llevado a que en buena parte de los países de la UE –también en España– las empresas trasladasen sus mayores costes a los precios finales, para defender sus márgenes de beneficios. Por ello, la reciente inflación ha tenido un sesgo distributivo muy claro: los salarios reales se han reducido, mientras que los márgenes empresariales se mantenían o, incluso, se incrementaban en algunos sectores. De hecho, el recientemente creado Observatorio de Márgenes Empresariales permite comprobar cómo los márgenes de beneficio se han incrementado 3 puntos porcentuales desde el primer trimestre de 2021.

Dado este contexto, sería lógico –y deseable para mantener la fortaleza de la demanda interna– que en los próximos trimestres los salarios vayan recuperando la capacidad adquisitiva perdida. De hecho, los salarios acordados en la negociación colectiva están creciendo al 4,5% en la Eurozona –un punto menos en España–, y el reciente aumento de los márgenes empresariales puede actuar como amortiguador para financiar un crecimiento salarial no inflacionista, hasta que su valor vuelva a su nivel medio. Además, otros inputs no laborales (como la energía) caen hoy de precio, lo que amplía el margen para un crecimiento salarial que no cree tensiones inflacionistas.

Los posibles riesgos de una supuesta espiral salarios-precios son más imaginarios que reales. La curva de Phillips se ha aplanado en las últimas décadas y el crecimiento que empezamos a ver hoy en los salarios reales, tanto en España como en la UE, sólo compensa en parte los retrocesos de años anteriores. Por ello, mantener los tipos de interés elevados durante más tiempo para evitar eventuales presiones inflacionistas, lo que en realidad conseguiría es restringir el nivel de demanda y de empleo y, con ello, dificultar la progresiva recuperación de la capacidad adquisitiva perdida. Más que un fenómeno monetario, la inflación seguramente sea siempre y en todo lugar un fenómeno de conflicto distributivo.

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